Cada año desaparecen de nuestro Planeta unas 17.500 especies de animales y plantas, muchas de ellas, quizá más del 50 por ciento, sin que lleguen jamás a ser conocidas por el hombre. Según un informe de la Agencia de Medio Ambiente norteamericana, proyecciones a largo plazo cifran que la destrucción afectará en el 2050 a casi el 40 por ciento del patrimonio natural hoy existente.

Contra lo que pudiera parecer, la riqueza biológica de la Tierra constituye hoy una de las lagunas más extensas e ignoradas para la ciencia. Uno de los estudios más recientes y fiables, el del biólogo norteamericano E.O.Wilson, cifra en torno a 1.400.000 el número total de especies distintas de seres vivos identificados o de los que se cuenta hoy con algún tipo de descripción. Sin embargo, todos los expertos en biodiversidad coinciden en destacar que ésta es una cifra que no se acerca ni de lejos a la realidad. Según sus estimaciones, el número total de especies vegetales y animales distintas podría estar comprendido entre los 5 y los 30 millones.

La mayor zona de sombra en nuestro conocimiento, las selvas tropicales, es también la que concentra la mayor diversidad biológica de todo el Planeta y la más devastada de las dos últimas décadas. Temidas y casi inaccesibles hasta los años 70, los estudiosos e investigadores comenzaron a apreciar con detalle todo su potencial de vida casi al mismo tiempo que empezaba a consumarse la destrucción y explotación de sus recursos naturales, en una escala y virulencia nunca antes conocidas en ninguna otra región del mundo.

La pérdida de diversidad biológica o de la variedad de formas de vida ha sido un proceso natural desde el principio de los tiempos, desde que los primeros seres unicelulares comenzaron a brotar en el Planeta. Según los estudios de fósiles, hasta la aparición del hombre la pervivencia por término medio de una especie se ha calculado en unos 5 millones de años. La extinción o irrupción de nuevas formas de vida se equilibraba con largos procesos de estabilidad interrumpidos por bruscas catástrofes naturales a gran escala, como la explosión de cadenas volcánicas, cambios climáticos o el choque de meteoritos.

La actividad humana alteró singularmente ese ritmo. En la Península Ibérica, por ejemplo, las pinturas rupestres de las Cuevas de Altamira ponen de relieve que el bisonte era una especie común hace unos 12.000 años. Otros hallazgos fósiles prueban igualmente que por entonces algunas islas del Mediterráneo como Sicilia o Malta albergaban especies de paquidermos semejantes a los actuales elefantes e hipopótamos africanos. En el continente americano, el caballo fue pieza de caza, lo que condujo a su exterminio antes de llegar a ser domesticado como en Europa y cambió posiblemente la evolución de culturas posteriores como la maya, inca y azteca.

Aunque no es posible cuantificar el número de especies totales desaparecidas desde la aparición del hombre, estudios fiables señalan que en los últimos 400 años éste ha sido el responsable directo de la extinción definitiva de más de 400 especies de aves y mamíferos superiores. Si se consideraran además invertebrados, insectos y especies vegetales esa cifra se multiplicaría seguramente varias veces por diez.

La agricultura, cuya evolución histórica decidió la evolución misma del hombre, ha sido hasta fechas recientes el factor antropológico que ha incidido de forma más negativa en la pérdida de biodiversidad. La industrialización aplicada a la explotación de los recursos naturales, minería, madera, etcétera, y sus secuelas, contaminación, impacto ambiental, agotamiento de ecosistemas, han tomado hoy su relevo hasta el punto mismo de que la agricultura es ya una actividad de pautas industrializadas.

La producción agrícola y ganadera están condicionadas por una demanda casi universal de materias primas, con unos patrones cada vez más homogéneos y rígidos en cuanto a calidad y presentación, de forma que estas dos actividades se están viendo ellas mismas afectadas por la pérdida de biodiversidad, al desaparecer variedades de frutales, hortalizas, cereales, etc. Así como razas de ganado, que hasta hace muy poco eran frecuentes.

Pero el mantenimiento de la biodiversidad no sólo es trascendental en el campo agroalimentario, ya que de unas 75.000 especies vegetales comestibles, el hombre sólo se ha servido de unas 3.000, sino también en los de la salud y la industria y la energía. Según estimaciones de la OMS, unas tres cuartas partes de la población del planeta se sirven directamente de las plantas para la cura de enfermedades. En los países más avanzados, la mitad de los medicamentos tienen sus principios activos en sustancias extraídas de las plantas. En el Extremo Oriente, la medicina tradicional china tiene catalogadas más de 5.000 plantas con propiedades curativas, y en la Amazonia los nativos de la mayoría de tribus pueden reconocer hasta 300 tipos diferentes de plantas para curarse.

Pero la diversidad biológica, no sólo contribuye a nuestro bienestar desde el ámbito de la alimentación y la salud. Numerosas sustancias y productos industriales derivan en primera o última instancia del reino natural, desde pegamentos, tintes, pasta de papel, resinas, película fotográfica, conservantes o combustibles como el carbón y el petróleo, al fin y al cabo resultado de la descomposición orgánica de bosques enteros de diversidad biológica durante millones de años.

Precisamente el agotamiento de las fuentes tradicionales de algunos de estos recursos es el que ha abierto líneas de investigación que han hecho reparar en que su mejor sustitución radica en la misma naturaleza. Así, en Brasil una cuarta parte del parque automovilístico del país funciona no ya con gasolina, sino con alcohol extraído de una variedad de caña de azúcar.

La naturaleza se empeña en atesorar la patente y anticiparse al hombre, incluso en lo que hoy podría ser, si no la piedra filosofal de una energía limpia y económica, sí al menos el sistema de ofrecer el antídoto barato y eficaz a sus secuelas contaminantes: varios tipos de bacterias se han empleado con éxito en la eliminación de aceites usados y en la degradación de plásticos.

La Península Ibérica, con un número total de especies de flora y fauna entre 55.000 y 60.000, cuenta con el potencial más alto de riqueza ecológica de todos los países de Europa occidental.



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