2018 ha comenzado corroborando de nuevo la devastadora aceleración reciente del cambio climático: 2017 ha sido el segundo año más caluroso de la historia, el primero en España. Pero también, el nuevo año nos muestra con más nitidez que nunca el camino hacia delante. Nueva York redefinía la vanguardia de las redes de ciudades por el clima desinvirtiendo los 5.000 millones de dólares de su fondo público de pensiones de cualquier traza de combustibles fósiles, y reclamando judicialmente la parte correspondiente del descomunal coste de adaptación climática de la Gran Manzana a las mayores compañías petroleras y gasísticas, responsables en gran medida del problema. 

Jacinda Ardern, la primera ministra de Nueva Zelanda, encaminaba a su pueblo hacia un destino mejor, remplazando el PIB por más adecuados indicadores de bienestar holístico. El Parlamento Europeo votaba en contra del impuesto al sol, preparando el terreno para una revolución sin parangón de las energías renovables distribuidas en España, y en el mundo donde para 2020 se erigirán con solidez como las fuentes más baratas.

Y, entretanto, en la ciudad de mi vida (Málaga), el 24 de enero pasado sucedía algo extraordinario: movimientos sociales, ecologistas y nuevas economías confluían en el debate La revolución de las ciudades: de cambio climático a cambio de paradigma, en torno a los retos translocales de Málaga. La mágica Casa Invisible rebosaba de personas y (sin) energías. ¡Qué momento!

Desigualdades y cambio climático, dos caras de la misma moneda

Históricamente, hemos sido Europa y los EE UU (los países industrializados) los principales emisores de gases de efecto invernadero, siendo responsables del 26,5% y el 29,3% respectivamente del total global entre 1850 y 2002. Con la vista puesta en el futuro, ya en 2013 la huella ecológica global de nuestra especie se situaba en 1,68 Tierras, con la correspondiente deuda ecológica contraída con las generaciones futuras. 

Las injusticias geográficas son enormes: mientras que Luxemburgo en 2013 consumía 13,09 hectáreas globales per cápita (7,68 Tierras), Eritrea tan solo 0,5 (0,3 Tierras), como países con mayor y menor huella ecológica respectivamente. España se situaba en 4,03 hectáreas globales per cápita (2,36 Tierras).

Bajando al ámbito de las personas, la conclusión es idéntica: existe una relación directa entre nivel de renta y huella ecológica. Básicamente, “cuanto más ricos somos, mayor es nuestra huella, independientemente de nuestras buenas intenciones”, como lo expresa elegantemente George Monbiot. Los datos así lo sugieren: un estudio de investigación de Oxfam indica, por ejemplo, que la mitad más pobre de la población mundial tan solo es responsable del 10% de las emisiones, mientras que el 10% más rico produce el 50% aproximadamente. Un análisis más fino revelaría también, sin duda, grandes desigualdades etnográficas o de género.

Pero ahí no acaba todo, por desgracia. Un reciente y esclarecedor estudio ("El efecto de la igualdad") viene a confirmar la intuición: aquellas sociedades con mayores niveles de desigualdades internas tienden a consumir más recursos y contaminar más (residuos, carbono…). Culturalmente, tiene que ver, entre otros factores, con el fomento de la competencia exacerbada entre los individuos y la consiguiente pérdida de empatía hacia sus conciudadanas y respeto al medio natural.



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